En Castel Gandolfo, jornada de fraternidad del Servicio de Correos y Filatelia de la Gobernación
Reflejar la luz de quien se entrega
Acumular en el cielo, es decir, donarse, para reflejar la luz y no la oscuridad que entristece. Así se expresó el Arzobispo Emilio Nappa, secretario general, al presidir la concelebración eucarística en la mañana del viernes 20 de junio, en la Parroquia Pontificia de San Tomás de Villanueva, en Castel Gandolfo.
Fue el momento culminante de la jornada de fraternidad del Servicio de Correos y Filatelia de la Dirección de Telecomunicaciones y Sistemas Informáticos de la Gobernación, celebrada en las Villas Pontificias: un día de encuentro y amistad en un lugar particularmente unido a los Pontífices.
Junto al Arzobispo concelebraron el Cardenal Fernando Vérgez Alzaga, Presidente emérito de la Gobernación del Estado de la Ciudad del Vaticano y director de la Dirección de Telecomunicaciones hasta 2021; el Padre Gabriele Gionti, subdirector de la Specola Vaticana; don Felice Bruno, jefe de la Oficina del Servicio de Correos y Filatelia; y don Matteo Galaverni.
Entre los asistentes se encontraban Sor Raffaella Petrini y el abogado Giuseppe Puglisi-Alibrandi, Presidenta y Secretario General de la Gobernación, respectivamente; el doctor Andrea Tamburelli, Director de las Villas Pontificias; y el ingeniero Antonino Intersimone, Director de la Dirección de Telecomunicaciones y Sistemas Informáticos.
Previamente, los empleados, junto con los responsables y los órganos de gobierno, realizaron una visita al Palacio Apostólico y al Jardín del Moro, incluidos aquellos espacios que habitualmente no están abiertos al público, así como a la Specola Vaticana.
A continuación, publicamos la homilía del Arzobispo Emilio Nappa:
La ocasión que hoy nos reúne es una jornada de fraternidad, marcada por el encuentro, la amistad y la comunión que, entre nosotros, tiene sus raíces en el Señor, sobre todo si consideramos que nuestra labor diaria está al servicio de la Santa Madre Iglesia.
Por eso, permitidme agradecer sinceramente a la Dirección de Telecomunicaciones y Sistemas Informáticos, y a don Felice, por haber hecho posible este momento. Siempre es un regalo poder encontrarnos para fortalecer nuestra comunidad laboral y fraterna. En esto, la Gobernación es verdaderamente especial, porque se preocupa con autenticidad del bienestar y la humanidad tanto de sus empleados como de sus responsables.
Me gustaría compartir con vosotros dos breves reflexiones a partir de la Palabra de Dios que hemos escuchado.
La segunda carta a los Corintios —dirigida por san Pablo ya en la vejez, fatigado por la vida— está dirigida a una comunidad que él mismo fundó. Pablo ha sufrido muchísimo: prisión, viajes extenuantes, persecuciones, torturas. A primera vista podría parecer que atraviesa una crisis de identidad o que entra en competencia con otros, pero lo más probable es que esté profundamente decepcionado. Muchos, que en un principio acogieron con entusiasmo el Evangelio, volvieron después a sus costumbres paganas o se adhirieron a otras creencias. Algunos, quizás, por no tener fuerza moral suficiente, y otros por no haber encontrado compañeros de camino que fuesen verdaderamente ejemplares.
Corinto, ciudad portuaria, estaba especialmente expuesta a toda clase de tentaciones inmorales, afectivas y materiales. Pablo, por su parte, se ve cuestionado por profetas y maestros de doctrinas extrañas. En ese contexto, siente la necesidad de reafirmar su identidad: judío, descendiente de Abraham, ministro de Cristo.
A mí me resulta muy revelador: el enfrentarse a la diferencia, o incluso a la hostilidad, nos obliga —casi diría que nos fuerza— a replantearnos quiénes somos. En lugar de gastar nuestras energías luchando contra quienes nos adversan (esperemos siempre que sea sin violencia), el cristiano auténtico transforma la adversidad en una ocasión para examinarse, reafirmarse y emprender un camino de conversión y mejora.
También en el Evangelio encontramos esta relación con el mundo y con los demás como forma de definir nuestra identidad. Jesús nos obliga a mirar hacia el cielo y hacia la tierra, situándonos en medio: el ser humano no puede definirse por lo perecedero, porque su corazón está hecho para lo infinito. Nunca se sacia del todo: desea, busca conocer, quiere amar y ser amado.
Y en esto, el Maestro nos muestra el camino y los medios: las cosas de este mundo pueden contemplarse, sí, pero no son capaces de colmarnos. Si fijamos en ellas nuestra mirada, nos quedamos en la oscuridad: no nos traen gozo auténtico ni verdadera libertad. El corazón, en lugar de descansar, cae en la ilusión, se anestesia.
La propuesta evangélica es clara: acumulad en el cielo, es decir, donad. Como nos enseña la Escritura en muchos otros pasajes. Quien da, irradia luz; quien retiene, se deja atrapar por la sombra. Las personas generosas suelen ser luminosas, abiertas, no temen arriesgarse con palabras o gestos: ayudan, corrigen, proyectan, se entregan. En cambio, quienes calculan y escatiman incluso un gesto o una sonrisa, acaban por entristecerse, encerrados en una seriedad que a menudo encubre un corazón seco, sin impulso.
Eso quiere decir Jesús cuando afirma que, si tu ojo está enfermo, toda tu luz se convierte en oscuridad. No en vano, cuando encontramos personas verdaderamente serenas solemos decir que son luminosas, claras, transparentes.
Hoy, por tanto, mirémonos —por dentro y entre nosotros— con los ojos de la fe. El teólogo francés Pierre Rousselot, fallecido joven, escribió un ensayo con un título muy sugerente: La fe y las categorías del conocimiento. La fe nos permite conocer y vivir desde coordenadas distintas a las humanas: nos abre a la plenitud de las relaciones, en la sacralidad del respeto mutuo. Eso es precisamente lo que pedimos esta mañana en la Santa Misa, junto a la paz, condición indispensable para que cada persona pueda expresarse libremente y ser feliz.
Que María, Salus Populi Romani, nos guíe y nos proteja.
