El discurso de la Presidenta de la Gobernación en una mesa de trabajo del World Meeting on Human Fraternity 2025
Volver a poner a la persona en el centro: hacia una economía del cuidado y de la dignidad
En las últimas décadas, dos acontecimientos de carácter epocal —la crisis financiera global de 2008 y la pandemia de la Covid-19— han sacudido profundamente los cimientos de los modelos económicos tradicionales, dejando en evidencia sus límites estructurales.
En este contexto, ha cobrado nueva fuerza una reflexión que atraviesa ámbitos académicos, políticos y religiosos: la necesidad de repensar la economía a partir de la centralidad de la persona humana, con su dignidad inviolable y su esencial fragilidad.
En torno a esta cuestión giró la intervención de Sor Raffaella Petrini, Presidenta de la Gobernación del Estado de la Ciudad del Vaticano, en la mesa de trabajo sobre economía y finanzas: “Por una economía y unas finanzas humanas”. La reflexión tuvo lugar en Roma, durante el World Meeting on Human Fraternity 2025, en la mañana del viernes 12 de septiembre.
El ser humano —subrayó la Presidenta—, indigente e interdependiente por naturaleza, no es capaz de satisfacer por sí solo sus propias necesidades. La economía debería entonces regresar a su función originaria: mediar la relación entre el ser humano y su entorno, organizando los recursos de modo que se garanticen condiciones de vida dignas para todos, sin dejar atrás a los más frágiles. Esto implica, explicó, abandonar lógicas estrictamente utilitaristas, orientadas al provecho inmediato e individual, y abrirse a una visión más amplia e inclusiva, capaz de considerar el largo plazo, el impacto social y ambiental de las decisiones, la solidaridad y la equidad.
En este marco se sitúa el concepto de desarrollo humano integral, introducido por la Doctrina Social de la Iglesia y asumido con renovado vigor por el Papa Francisco. Se trata —observó Sor Petrini— de un modelo que no excluye el mercado ni la empresa, sino que los integra en un horizonte más amplio, en el que el fin último de la actividad económica no es la acumulación de riqueza, sino la promoción de la persona y de la comunidad. Una economía que reconozca el valor de la creatividad humana, de la propiedad privada entendida como responsabilidad, de la transparencia de los capitales como instrumento para una circulación virtuosa de la riqueza, siempre que todo ello se ponga al servicio de la libertad y de la dignidad humanas.
Esta visión —señaló—, aun hundiendo sus raíces en la tradición cristiana, es compartida al menos en parte por numerosos pensadores laicos. Amartya Sen, en su célebre conferencia “Equality of What?” de 1979, abrió una brecha en el pensamiento económico tradicional al cuestionar las métricas clásicas de igualdad y bienestar, proponiendo un nuevo enfoque basado en las “capabilities”, es decir, en las oportunidades reales de vida de las que dispone cada individuo. Junto a él, pensadoras como Martha Nussbaum ampliaron la noción de bienestar para incluir derechos, libertades, relaciones y posibilidades de realización personal, todos ellos elementos esenciales para una vida buena.
En esta línea se inserta el vigoroso llamamiento del Papa Francisco a que la economía y las finanzas regresen a una ética centrada en el ser humano, para que el dinero vuelva a ser un instrumento y no un fin, que sirva al hombre y no lo domine. Es una exhortación a no caer en la trampa de un sistema tecnocrático deshumanizante ni en la “divinización del Mercado”, tal como la denunció provocativamente el teólogo Harvey Cox. Es necesario —advirtió la Presidenta de la Gobernación— promover una nueva cultura económica que valore los bienes relacionales, la cooperación, la solidaridad y la confianza.
De estas premisas nace precisamente la propuesta de una “economía del cuidado” —o “de la esperanza”, según la denominación del Papa León XIV—, capaz de hacerse cargo de la complejidad de lo humano, promoviendo modelos organizativos y productivos atentos a las relaciones, al bienestar colectivo y a la salvaguardia de la “casa común”. Durante su discurso a los participantes en el III World Meeting on Human Fraternity, el Pontífice invitó a buscar y promover itinerarios, tanto a nivel local como internacional, que favorezcan nuevas formas de caridad social, colaboración entre saberes y solidaridad entre generaciones. Estos caminos deben estar enraizados en el pueblo e incluir también a los pobres, no solo como destinatarios de ayuda, sino como protagonistas activos, capaces de reflexionar y expresar su propia voz. Animó asimismo a proseguir en el trabajo silencioso y constante que puede dar lugar a un proceso compartido de reflexión sobre el ser humano y sobre la fraternidad; un proceso que no se limite a declarar derechos, sino que conduzca a decisiones concretas y motivaciones reales que transformen nuestra vida cotidiana.
El Papa subrayó que es necesario construir una gran “alianza de lo humano”, fundada no en el dominio o en el interés económico, sino en el cuidado recíproco; no en la ganancia, sino en la capacidad de donarse; no en la sospecha, sino en la confianza. Cuidado, don y confianza no son virtudes accesorias para ejercitar en el tiempo libre, sino que están llamadas a convertirse en los fundamentos de una economía que no destruye, sino que valora y amplía la participación en la vida de todos.
En este modelo, la competencia exacerbada cede espacio a la colaboración; la lógica del máximo beneficio a corto plazo se sustituye por una estrategia de largo recorrido centrada en la sostenibilidad, la participación y la responsabilidad compartida.
Una economía concebida de este modo —explicó la Hna. Petrini— puede y debe integrarse en un diseño político, cultural y social más amplio, orientado al bien común. Como afirma el Papa Francisco, solo así podremos “encauzar de un modo nuevo” la extraordinaria energía de la creatividad humana, evitando que sea manipulada por intereses distorsionados y restableciendo el equilibrio entre medios y fines. Los primeros —como las técnicas económicas y financieras— han de permanecer como instrumentos, mientras que los segundos —la dignidad de la persona, la justicia social, la paz— deben seguir siendo el objetivo último.
En esta perspectiva, destacó la Presidenta, el trabajo, la empresa y las organizaciones deben repensarse según un enfoque humanista de la gestión de los recursos. Espacios que dejen de ser meros ámbitos de competición para convertirse en contextos capaces de construir relaciones significativas, favorecer la cooperación, premiar el comportamiento virtuoso y generar confianza. Esto implica promover la participación real de las personas en los procesos de decisión, reconocer el valor del trabajo como experiencia de crecimiento y realización, y respaldar modelos económicos alternativos que sitúen en el centro el cuidado, el servicio y la responsabilidad mutua.
En definitiva —concluyó—, una economía centrada en la persona, sostenida por un sistema financiero coherente y ético, no es solo una posibilidad teórica, sino una necesidad concreta. Puede convertirse en instrumento de cuidado y justicia, de inclusión y solidaridad. Puede favorecer redes de intercambio fundadas en el respeto y la reciprocidad. Y puede, sobre todo, responder a esa fragilidad compartida que nos une como seres humanos, todos interdependientes y llamados a caminar juntos hacia un futuro de mayor justicia, libertad y felicidad compartida.
