El arzobispo Emilio Nappa preside la concelebración eucarística en preparación a la Pascua

Amabilidad, concordia, sencillez
Amabilidad, concordia, sencillez: tres actitudes a cultivar. Así lo propuso el arzobispo Emilio Nappa, Secretario General de la Gobernación del Estado de la Ciudad del Vaticano, durante la homilía pronunciada en la Misa celebrada en el altar de la Cátedra de la Basílica de San Pedro, la mañana del miércoles 16 de abril. En preparación a la Pascua, participaron en la celebración los empleados de la Gobernación y de la Santa Sede.
Con el arzobispo concelebraron el cardenal Mauro Gambetti, arcipreste de la Basílica de San Pedro; el arzobispo Giovanni Cesare Pagazzi, archivero y bibliotecario de la Santa Iglesia Romana; así como los asistentes espirituales y capellanes de las distintas Direcciones de la Gobernación.
Entre los presentes se encontraban Sor Raffaella Petrini, Presidenta de la Gobernación, y el abogado Giuseppe Puglisi-Alibrandi, Secretario General, junto con los Directores, Vicedirectores y Jefes de Oficina de las distintas Direcciones.
A continuación publicamos la homilía del arzobispo Emilio Nappa:
«El Señor abrió mi oído y yo no me he resistido». Esta expresión remite a la actitud de la escucha. Escuchar implica cerrar la boca: no se puede hablar y escuchar al mismo tiempo.
En este pasaje bíblico, el sentido de la escucha se refiere al siervo respetuoso con su Señor: una sumisión que no es ciega ni aduladora, sino leal, motivada por un respeto sagrado y no simplemente por oportunismo. Se trata de una forma de veneración hacia quien puede ofrecerme significados nuevos que confirmen mi ubi consistam. Quien escucha lo hace porque obtiene fuerza y vida de quien habla!
En esta preparación para la Pascua, me parece importante que nos interroguemos sobre la calidad de nuestra capacidad de escuchar hoy, en nuestra vida cotidiana: ¿podemos decir que somos una generación que sabe escucharse a sí misma, que sabe escuchar a los demás, y que sabe escuchar a Dios? En la Sagrada Escritura, el shemà constituye una de las condiciones esenciales para relacionarse con Dios y, por tanto, para sentirse pueblo. Escuchar todos a una misma voz/persona nos sitúa simultáneamente en una doble relación: en sintonía con los demás y con quien habla. Esto está ocurriendo ahora —más o menos para todos— mientras os hablo.
En nuestro tiempo, no estamos educados para una escucha respetuosa y serena, no apresurada. Pensad en lo que se han convertido los talk shows, en la cantidad de palabras e informaciones que recibimos a diario: avalanchas y multitudes que nos alcanzan, dejándonos poco espacio y escaso tiempo…
En la Santa Pascua, el Señor nos vuelve a pedir que escuchemos su historia de amor, que atraviesa y marca la historia de la humanidad mediante el sufrimiento, la traición, los compromisos entre poderes, la burla de los superficiales y de los violentos, etc. Esto debería ayudar a los cristianos a liberarse de la obsesión por la mayor ilusión de nuestro tiempo: pretender resolver la existencia mediante el mercadeo contractual de las conveniencias. Comprar, vender, hacer negocios, obtener beneficios, alcanzar el éxito. Escalar posiciones, hacerse visible, imponerse a quienes viven y trabajan a nuestro lado. La tónica de la vida posmoderna actual es, en gran medida, la competencia, que destruye la humanidad en nosotros y a nuestro alrededor, cada vez más herida y sufriente. ¿Y no es acaso este sufrimiento una nueva crucifixión de la humanidad elevada (Jesús), que ya fue clavada en la cruz hace dos mil años por la pretensión de poseer la verdad?
Vivimos a la defensiva, con ansiedad, preocupados de que nadie pueda parecer mejor que nosotros. La preocupación por competir y por aparentar nos atormenta: si no pareces guapísimo, riquísimo, poderosísimo, rodeado de amigos, visitando lugares de moda, no existes, no eres nadie. Si al menos una vez no concedes una entrevista, no sales en televisión, si no posees más títulos que Totó (artista popular napolitano), condecoraciones, distinciones, etc., no eres nadie. (Recordemos que Ulises se salvó del cíclope Polifemo precisamente porque se hizo pasar por “nadie”).
Ahora bien, cada uno de nosotros puede ser un engranaje a su modo, pero no puede eludir trabajar con quienes encajan en su mismo mecanismo. Deseo sinceramente que cada uno de nosotros pueda vivir esta serena armonía aquí en la Curia, con la conciencia de que todo es don, y por tanto, adoptar tres actitudes cristianas.
Ante todo, la amabilidad: en un mundo áspero y agresivo, que una sonrisa y la buena educación sean el distintivo de nuestra serenidad, aunque cada uno lleve consigo su propio bagaje de seriedad y, a veces, de dramatismo vital. Después, la concordia: que «cada uno se adelante en honrar al otro», como dice san Pablo. Al menos, que no nos fijemos solo en los aspectos negativos de las personas y de sus historias humanas. Por último, la sencillez: si no vivimos tras máscaras, ganaremos una gran libertad, en un mundo que ha hecho de la hipocresía el cemento de una convivencia pacífica pero superficial.
Que cada uno de nosotros contribuya a revelar el verdadero rostro de Cristo Salvador, haciendo de nuestro trabajo una parte viva de la misión de la Iglesia que evangeliza el mundo y edifica en él la civilización del amor.
«Desterrad de entre vosotros toda aspereza, ira, cólera, gritos e insultos, así como toda maldad. Sed más bien bondadosos unos con otros, compasivos, perdonándoos mutuamente como Dios os perdonó en Cristo» (Ef 4,31-32). Que este lugar santo que es la Ciudad del Vaticano esté verdaderamente bendecido también gracias a nuestro bien obrar, conforme a Dios, siempre y en toda circunstancia.
Cultivemos en todo momento —y ayudémonos mutuamente a hacerlo— la forma amable de nuestro servicio, sabiendo que también nosotros, de algún modo, representamos con responsabilidad al Santo Padre ante quienes encontramos: compañeros, superiores, responsables.
Que la santa Madre de Dios nos ayude a dejar entrar la luz de la resurrección en las grietas de nuestras grandes y pequeñas luchas contra el mal: el sufrimiento, la soledad, la enfermedad, el duelo, el amor fatigoso en la familia o en la comunidad religiosa a la que pertenecemos.
Sea luz de amor allí donde las tinieblas del mal quisieran engullirnos para esparcir su sombra de tristeza. Sea alegría y esperanza en todo lugar y en todo momento.
¡Feliz Pascua!