10 de agosto: San Lorenzo, diácono y mártir
Los pobres son los tesoros de la Iglesia
San Lorenzo nació en el año 225 en Osca (actual Huesca), España. De joven se trasladó a Roma, donde destacó por su piedad, su caridad hacia los pobres y su integridad moral.
Tras recibir las primeras enseñanzas en su ciudad natal, marchó a Zaragoza para continuar sus estudios. En la prestigiosa universidad de la ciudad, pronto se distinguió por sus progresos, hasta ser considerado el mejor alumno. Durante este periodo, el obispo de Zaragoza, impresionado por la pureza de su vida, le confirió las primeras órdenes menores: ostiariado, lectorado y exorcistado.
En aquellos años se encontraba también en la Península Ibérica Sisto, futuro papa Sisto II, entonces archidiácono de la Iglesia de Roma. Tras oír hablar de las virtudes de Lorenzo, quiso llevárselo consigo a Roma, donde se encargó personalmente de su formación.
A los diecisiete años, debido a sus méritos en el estudio y en la vida espiritual, el papa Fabián lo ordenó acólito; seis años después fue nombrado subdiácono, y finalmente diácono a los veintisiete años.
En el año 258, cuando Sisto II fue elegido Papa, Lorenzo fue nombrado archidiácono de la Iglesia Romana, un cargo de gran responsabilidad. Se le confió la gestión de las obras de caridad: administraba los bienes eclesiásticos, recogía las limosnas y socorría a los pobres, a los huérfanos y a las viudas. Gracias a este servicio, se convirtió en una figura destacada de la comunidad cristiana romana.
Durante el imperio de Valeriano se promulgaron edictos contra los cristianos. El primero, no excesivamente severo, permitió durante un tiempo a Sisto y a Lorenzo continuar su labor. Pero en agosto del año 258, un nuevo decreto ordenó la ejecución inmediata de obispos, presbíteros y diáconos, además de la confiscación de los bienes de la Iglesia.
El 6 de agosto, el papa Sisto fue decapitado junto con seis diáconos. Lorenzo fue arrestado y entregado al centurión Hipólito, quien lo encerró en una mazmorra. Allí Lorenzo encontró a otro prisionero, Lucilo, ciego. Lo consoló, le enseñó la fe cristiana y lo bautizó utilizando el agua que manaba de una fuente en la prisión. Tras el bautismo, Lucilo recobró la vista.
Hipólito, testigo del milagro y profundamente conmovido por la serenidad de los prisioneros, se convirtió al cristianismo y fue bautizado por Lorenzo. Al descubrirse su nueva fe, fue martirizado: atado a caballos y arrastrado hasta la muerte.
A Lorenzo se le ofreció salvar la vida a cambio de entregar los “tesoros de la Iglesia” en el plazo de tres días. Cuando llegó el momento, el 10 de agosto, se presentó acompañado de los pobres, enfermos y necesitados a quienes asistía a diario, y exclamó:
«He aquí los verdaderos tesoros de la Iglesia: riquezas eternas que no dejan de crecer».
Por esta respuesta fue condenado a muerte. Según la tradición más difundida, fue quemado vivo sobre una parrilla, aunque algunos historiadores sostienen que pudo haber sido decapitado. Su cuerpo fue sepultado en el Campo Verano, en las catacumbas de Santa Ciríaca.
El emperador Constantino mandó construir una basílica en ese lugar, que fue ampliada posteriormente por el papa Pelagio II y más tarde por el papa Honorio III. En el siglo XX, tras los graves daños ocasionados por el bombardeo estadounidense sobre Roma el 19 de julio de 1943, la basílica fue restaurada.
San Lorenzo es patrono de Roma (junto con San Pedro y San Pablo), así como de Grosseto, Perugia, Róterdam y Amaseno. Es además protector de los bomberos, cocineros, asadores, vidrieros y de todos aquellos que trabajan con el fuego.
