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19 de octubre: San Pablo de la Cruz

Una vida marcada por la Pasión de Cristo

La figura de Cristo sufriente representó el núcleo silencioso, pero poderoso, de su existencia espiritual, la fuerza interior de su celo apostólico y la chispa de la que nació la misión de la comunidad religiosa que fundó. No cabe duda de que san Pablo de la Cruz es el santo de la Pasión de Jesucristo.

En el corazón del siglo XVIII, en una época dominada por el racionalismo y el escepticismo religioso, nació en Ovada (Alejandría), en el seno de la familia Danei, el mayor de dieciséis hermanos. Desde su juventud experimentó hondas vivencias espirituales que le impulsaron a consagrar su vida a la meditación de la Pasión de Cristo.

A los veintiséis años, con el apoyo de su obispo, logró dar forma concreta a lo que percibía como la misión de su existencia: fundar una comunidad religiosa cuyo centro fuese el misterio de la Cruz. Así nació el primer núcleo de los “Clérigos descalzos de la Santa Cruz y de la Pasión”, conocidos más tarde como los Pasionistas.

La regla original del Instituto, de notable rigor, hubo de ser mitigada por el Papa, aunque conservó intactos sus tres pilares fundamentales: la oración profunda, la vida retirada y la pobreza radical. Más adelante, una comunidad contemplativa femenina se uniría al carisma pasionista, contribuyendo al apostolado mediante la oración silenciosa.

Pablo fue animado por una caridad fuera de lo común, especialmente hacia Cristo crucificado, a quien reconocía en el rostro de los últimos: los pobres y los enfermos. Su apostolado entre los jóvenes comenzó a los veintidós años. Al principio objeto de burlas, consiguió conmover tan profundamente los corazones que muchos se convirtieron, y algunos abrazaron la vida religiosa.

Rechazó con firmeza el matrimonio y toda herencia terrena, eligiendo una existencia de ascesis. Tras afeitarse la cabeza, recibió la bendición de sus padres y, vestido con una tosca túnica negra, se retiró a escribir en soledad la regla de su nuevo instituto.

El obispo de Alejandría le confió en un primer momento la predicación, pero fue durante un viaje hacia Roma cuando, empujado por una tormenta, llegó al Monte Argentario. Aquel lugar aislado y austero le pareció perfecto para fundar la futura comunidad.

Ordenado sacerdote por el papa Benedicto XIII, pudo iniciar la vida comunitaria con algunos compañeros. La obra comenzó entre grandes dificultades, pero nunca faltó la confirmación divina. En 1737 fueron bendecidos el primer convento y la iglesia en el Monte Argentario. Solo tres años después, Benedicto XIV aprobó oficialmente la Regla, que además de los tres votos clásicos incluía el compromiso de predicar con fervor la Pasión de Jesús.

Los misioneros pasionistas, bajo la guía de Pablo, se convirtieron en instrumentos de conversión para multitudes. El fundador, en particular, conmovía profundamente a quienes le escuchaban: hablaba de los sufrimientos de Cristo con tal intensidad que provocaba lágrimas en toda la asamblea, incluso en los corazones más endurecidos.
En 1771, en Tarquinia (Viterbo), abrió el primer monasterio de monjas pasionistas, a las que gustaba llamar “las palomas del Crucificado”.

Se cuenta que el ardor espiritual que lo consumía se manifestaba físicamente: el fuego interior llegaba a quemar sus vestiduras a la altura del pecho. Durante la Misa fue visto en éxtasis, elevado del suelo, con el rostro transfigurado por una luz que no era de este mundo.

En los últimos días de su vida, el papa Pío VI fue personalmente a visitarle, consciente de la santidad de aquel hombre. En las últimas líneas de su Diario místico, Pablo invitaba al abandono total en la voluntad de Dios, desprendido de toda consolación sensible: “Desnúdate de todo lo creado. Quédate solo con Dios, sin ningún apego”.

Murió en Roma el 18 de octubre de 1775, en la casa romana de los Santos Juan y Pablo. Fue canonizado el 29 de junio de 1867 por Pío IX.

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