8 de noviembre: Santa Isabel de la Trinidad, monja
En el descubrimiento del amor de las Tres Personas divinas
Isabel Catez nació en 1880 en Camp d’Avor, cerca de Bourges. En su niñez reveló un carácter fuerte, a veces impetuoso y propenso a los arrebatos; sin embargo, su temperamento cambió profundamente cuando su madre le explicó el significado de la Primera Comunión: para recibir a Jesús era preciso ofrecerle un corazón humilde, dócil y disponible.
Desde entonces, Isabel tomó la firme resolución de dominar sus impulsos y recordaba aquel día como el momento en el que Cristo y ella se entregaron mutuamente en un abandono total. Una visita al monasterio carmelita de Dijon, durante aquella misma ceremonia, dejó en su espíritu una huella imborrable: la priora le reveló que su nombre significaba “casa de Dios”, haciéndole comprender que su alma estaba habitada por una Presencia divina. Esa verdad, luminosa y fundante, la acompañaría toda su vida.
En la adolescencia, Isabel desplegó grandes dotes intelectuales y artísticas, obteniendo el diploma del conservatorio musical de Dijon. Cultivaba amistades hondas, gustaba de las excursiones por la montaña y amaba sobre todo la música, medio privilegiado para expresar su sensibilidad interior. A los diecisiete años sintió con claridad la llamada a la vida religiosa y ardía en deseos de entrar en el Carmelo, pero su madre se lo prohibió rotundamente, impidiéndole cualquier contacto con el monasterio hasta alcanzar la mayoría de edad.
Finalmente, a los veintiún años, cruzó el umbral de la clausura carmelitana. “¡Dios está aquí! ¡Qué presente está, cómo lo llena todo!”, exclamó con asombro. Solía explicar a sus amigas que la vida monástica es comunión continua con Dios: un cielo anticipado donde Él ocupa cada rincón de la celda y del claustro, visible para quien lo lleva impreso en el corazón. En el monasterio, Isabel profundizó sin descanso en el misterio de la Trinidad. La fascinó descubrirse sumergida en el amor eterno que vincula al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, un amor que abraza y sostiene a toda la creación. En esta revelación encontró su vocación: ser adoradora e hija consagrada enteramente a la comunión con Dios.
Se definía a sí misma como “Isabel de la Trinidad”, es decir, la que se pierde en el amor de los Tres. Y vivía esa unión con una intensidad creciente que afloraba incluso en su serena compostura exterior. En una de sus cartas se describía como una criatura inmersa en un océano de amor, abandonada por entero en Él, despertando, moviéndose y reposando en una fusión ininterrumpida con Dios. Para expresar esta experiencia espiritual compuso una célebre oración a la Santísima Trinidad, hoy considerada una joya de la literatura mística. Para ella, la Trinidad era también el lugar donde las almas se encuentran más allá de todo límite de tiempo y espacio; por eso procuraba vivir relaciones unificadas, sinceras y llenas de entrega. Conservaba su pasión por la música hasta el final, imaginándose como una artista que se identifica plenamente con la melodía que interpreta, y deseaba convertirse en una “alabanza viva” para Dios.
En 1905 fue alcanzada por una enfermedad entonces incurable, que convirtió su existencia en un “altar de dolor”. Las penas eran tan intensas que a veces sentía la tentación de desfallecer; pero las vencía sostenida por la certeza del amor infinito de Dios. En sus últimos meses encontraba consuelo en las palabras de santa Ángela de Foligno, quien enseñaba que Cristo mora en el sufrimiento. Así comprendió que la verdadera unión con Dios pasa necesariamente por la cruz.
Ya postrada, imaginaba subir a un altar y decía a Dios: “¡No te preocupes!”. Aun en los momentos de mayor angustia lograba serenarse: “Todo esto no importa”, repetía. Gustaba de estrechar contra su pecho el pequeño crucifijo recibido al profesar, recordando el amor que la unía a Cristo. El 9 de noviembre de 1906 entregó su alma a Dios con la convicción de que “al atardecer de la vida sólo queda el amor”.
Isabel había anunciado ya su misión en el cielo: atraer las almas hacia Dios, ayudarlas a salir de sí mismas para adherirse a Él, en un silencio interior que permite al Señor transformarlas en Él mismo. Sus últimas palabras fueron una profesión de fe ardiente: “¡Voy a la Luz, al Amor, a la Vida!”.
Santa Isabel de la Trinidad fue beatificada por san Juan Pablo II el 25 de noviembre de 1984 y canonizada por el Papa Francisco el 16 de octubre de 2016.
