19 de noviembre: Santa Matilde de Hackeborn
El ruiseñor de Dios
Entre las figuras más luminosas del monasterio de Helfta en el siglo XIII sobresale Matilde de Hackeborn, mujer de espiritualidad extraordinaria y voz singular de la mística medieval.
Su compañera de comunidad, Gertrudis la Magna, confiesa en el sexto libro del Liber specialis gratiae —obra en la que se recogen las manifestaciones divinas recibidas por Matilde— que cuanto allí se ha consignado representa tan solo una mínima parte de lo que la Santa vivió. Explica, en efecto, que habría sido injusto silenciar dones tan abundantes, porque fueron concedidos por Dios no sólo para Matilde, sino como patrimonio espiritual ofrecido a la Iglesia de todos los tiempos.
Nacida en 1241/42 en el castillo de los Hackeborn —una de las familias más ilustres de Turingia y emparentada con el emperador Federico II—, Matilde creció en un ambiente noble y cultivado. A los siete años visitó junto a su madre a su hermana Gertrudis, ya monja y más tarde abadesa durante cuarenta años, quien había elevado Helfta a centro de alta formación teológica y mística. Fascinada por aquella vida, la joven Matilde deseó quedarse, y fue acogida como educanda. En 1258 se convirtió en monja en la nueva sede del monasterio de Helfta. Desde el inicio se distinguió por su pureza, su celo, su dulzura y su extraordinaria capacidad de entrar en relación con Dios, con María y con los santos.
Dotada de inteligencia viva, sólida cultura y una voz de melodía excepcional, pronto fue llamada a dirigir la escuela monástica, el coro y la formación de las novicias. Su presencia se convirtió en un don precioso para la comunidad y para cuantos acudían a ella. Por ello fue apodada el “ruiseñor de Dios”. Sus palabras, sus consejos, su capacidad de escrutar los corazones y la fuerza consoladora de su escucha atraían a personas de todos los lugares. Las oraciones compuestas por ella eran tan numerosas que, si se recopilaran, excederían la extensión de un salterio.
En 1261 le fue confiada una niña de cinco años: la futura Gertrudis la Magna, que llegó a ser su discípula y confidente. Una década después ingresó en el monasterio también Matilde de Magdeburgo. Helfta vio así convivir a cuatro mujeres excepcionales —dos Matildes y dos Gertrudis— que marcaron profundamente la espiritualidad europea.
A lo largo de toda su vida Matilde afrontó sufrimientos intensos, unidos a severas penitencias ofrecidas por la conversión de los pecadores. Su existencia, inmersa en la liturgia, era un continuo entrelazar de contemplación, intercesión, enseñanza y caridad. Sus escritos y los testimonios recogidos por las hermanas revelan su sorprendente capacidad de hacer brotar de la oración litúrgica —de las fiestas del Señor, de la Virgen y de los santos— un flujo incesante de contemplaciones profundas y de aplicaciones concretas para la vida cotidiana de la comunidad.
Durante la Misa, y en particular en el momento de la Comunión, a menudo era arrebatada en éxtasis: su corazón hallaba refugio en Cristo, percibido como fuego ardiente y dulcísimo. En estos momentos pedía luz para sí y para sus hermanas, llevando ante el Señor al mundo entero.
El corazón de la vida interior de Matilde se enraizaba en la oración litúrgica y personal: la Liturgia de las Horas, la celebración eucarística y la escucha asidua de la Palabra eran para ella alimento cotidiano y guía hacia una relación cada vez más íntima con Cristo, vivida en plena obediencia a la Iglesia.
Gertrudis describió los últimos instantes de la vida de Matilde con tonos de gran intensidad: un período de sufrimiento extremo, transfigurado, sin embargo, por la viva percepción de la presencia de la Trinidad, de Cristo, de la Virgen y de todos los santos. Cuando comprendió que su hora había llegado, Matilde pidió poder ofrecer todavía su dolor por la salvación de las almas; el Señor acogió este supremo acto de amor. Murió a los 58 años, tras una larga enfermedad, conocida ya en todas partes por su santidad. En el momento de su entrada en la gloria, narra el Liber, Dios mismo la llamó con las palabras del Evangelio: «Venid, benditos de mi Padre», introduciéndola en la alegría eterna.
La historia del libro que transmite su vida es singular: cuando Matilde, hacia los cincuenta años, atravesaba una profunda prueba espiritual unida a graves sufrimientos físicos, confió a dos amigas las muchas gracias recibidas de Dios. Ignoraba que aquellas confidencias estaban siendo anotadas; al descubrirlo, se turbó. Sólo la intervención del Señor la serenó, haciéndole comprender que aquellas memorias servirían para la gloria divina y para el bien de muchos.
