29 de junio: Santos Pedro y Pablo, apóstoles Patronos de la Augusta Ciudad de Roma
Unidos en el martirio por amor a Cristo
«Según nos transmitieron los Padres, sabemos que su pasión no se produjo el mismo día, pero el día en que Pablo sufrió el martirio coincidió con el natalicio de Pedro. Por natalicio no entiendo el día en que salió del vientre de su madre hacia la vida terrena, sino aquel en que salió de los lazos del cuerpo hacia la luz de los ángeles.
Por eso, precisamente, se fijó una única fecha para la celebración de la fiesta de ambos. En ello veo un gran signo de concordia: el que fue el último de los Apóstoles se encontró con el primero, que había sido apóstol junto a él, pues fue llamado el mismo día que Pedro, y el mismo día recibió la corona. Uno fue elegido antes de la Pasión, el otro después de la Ascensión: desiguales en el tiempo, pero iguales en la felicidad eterna. Uno fue hecho apóstol siendo pescador; el otro, perseguidor. En el primero fue escogido lo débil del mundo para confundir a los fuertes; en el otro, sobreabundó el pecado para que sobreabundara la gracia. En ambos fue grande la gracia de Dios y resplandeció su gloria, pues Dios no halló méritos en ellos, sino que los creó».
(San Agustín, Sermón 381, En el natalicio de los apóstoles Pedro y Pablo)
Pedro y Pablo no pueden separarse: son los dos pilares de la Iglesia. La tradición cristiana los ha celebrado siempre juntos, nunca el uno sin el otro. La Iglesia de Roma mantiene con estos dos Apóstoles un vínculo especial, pues fueron testigos directos de la vida de Jesús.
Pedro era galileo, un pescador que vivía en Cafarnaúm, junto al lago de Tiberíades, reconocible por su acento. Pablo, en cambio, era judío de la diáspora, nacido en Tarso (Asia Menor), fariseo de formación y ciudadano romano: un hecho poco común en su época.
Sus vidas cambiaron radicalmente al encontrarse con Jesús. Pedro —entonces llamado Simón— escuchó estas palabras: «Tú eres Simón, hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (es decir, Pedro)» (Jn 1, 42). Dejó su barca, la pesca y a su familia para seguir al Maestro. Pablo —conocido entonces como Saulo— oyó la voz de Cristo: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (Hch 9, 4) y, de perseguidor de cristianos, pasó a ponerse al servicio de los Apóstoles.
Pedro recibió, por revelación del Espíritu Santo, el reconocimiento pleno de quién era Jesús: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Pablo fue arrebatado al cielo y tuvo una visión mística en la que escuchó palabras que no pueden ser expresadas con lenguaje humano.
Pedro, a pesar de haber negado a Jesús durante su Pasión, se arrepintió y le declaró: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo». Pablo, que había perseguido a los cristianos, se transformó por completo: «Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20).
A Pedro le fue confiada la guía de la Iglesia: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18). Pablo se convirtió en el Apóstol de los gentiles, el gran anunciador del Evangelio a los pueblos no judíos.
Ambos murieron mártires en Roma por amor a Cristo: Pedro fue crucificado, Pablo decapitado.
Pedro, representado simbólicamente con las llaves, y Pablo, con la espada, han estado siempre unidos en la misión de la Iglesia, en la liturgia y en el arte.
