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24 de julio: San Charbel Makhlouf

El taumaturgo cantor de María

Estaba profundamente unido a la figura de la Reina del Rosario, a quien invocaba sin cesar, de día y de noche. San Charbel Makhlūf había colocado una imagen de la Virgen en el altar donde celebraba diariamente la Misa, y otra en su celda, junto a su lecho, como signo de la presencia materna de María velando su descanso.

Yūsuf (José) Makhlūf nació en 1828 en una pequeña aldea del Líbano, en el seno de una familia campesina profundamente cristiana. Quedó huérfano de padre a los tres años y fue criado por su madre y el nuevo esposo de esta, quien más tarde se ordenó sacerdote. Este hombre representó para José una figura paterna y espiritual, y el joven le ayudaba en su ministerio pastoral.

Desde muy joven, con apenas 14 años, José manifestó una fuerte inclinación por la oración. Mientras cuidaba el rebaño familiar, descubrió una gruta solitaria en la que se retiraba durante largos ratos de meditación. Ese lugar se hizo pronto conocido como la “gruta del Santo”.

A pesar de su deseo de ingresar en un monasterio, solo pudo hacerlo a los 23 años, entrando en la Orden Maronita Libanesa, donde tomó el nombre de Charbel. Fue ordenado sacerdote en 1859 y vivió durante quince años en el monasterio de ’Annaya, llevando una vida de intensa oración, humildad y atención a los más débiles, especialmente a los enfermos.

En 1875 obtuvo finalmente permiso para retirarse a un eremitorio situado a 1400 metros de altitud, donde se entregó por completo a la oración, la penitencia y la ascesis. El 16 de diciembre de 1898, durante la celebración de la Misa, sufrió un colapso. Falleció ocho días más tarde, en la noche del 24 de diciembre, concluyendo su vida como la había vivido: unido a Cristo en la Eucaristía.

Tras su muerte, su tumba se convirtió en lugar de peregrinación debido a los numerosos milagros y curaciones que allí tuvieron lugar. Alrededor de la sepultura del monje comenzaron a manifestarse fenómenos extraordinarios: del sepulcro emanaba una luz misteriosa, y entre quienes acudían a orar a aquel lugar sagrado se multiplicaban las curaciones inexplicables. Se decía que de la tumba manaba un líquido semejante a sangre mezclada con agua, atrayendo así a multitudes procedentes de todo el valle, incluso de religiones distintas.

La creciente afluencia de fieles y los signos prodigiosos llevaron a los monjes a exhumar el cuerpo del difunto. Para su asombro, lo hallaron incorrupto, con el cuerpo aún blando y cálido, como si estuviera vivo. Este estado extraordinario se mantuvo hasta su beatificación, el 5 de diciembre de 1965, durante la clausura del Concilio Vaticano II. Fue precisamente Pablo VI quien lo proclamó Beato. Posteriormente, el 9 de octubre de 1977, durante el Sínodo Mundial de los Obispos, fue canonizado, convirtiéndose así en el primer Santo libanés reconocido oficialmente por la Iglesia en la era moderna.

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