9 de julio: Santa Verónica Giuliani, Abadesa, Clarisa Capuchina
La Esposa del Crucificado
Fue favorecida con fenómenos místicos, tuvo visiones del Infierno y del Purgatorio, y recibió incluso los estigmas, hasta el punto de suscitar las dudas de la Inquisición, que, tras un minucioso examen, certificó su autenticidad.
Es santa Verónica Giuliani, que vivió durante cincuenta años en la estricta clausura del monasterio de las Clarisas Capuchinas de Città di Castello. Una vida en apariencia monótona, alejada del mundo, y sin embargo plenamente integrada en la comunidad eclesial, cercana a todo ser humano que libra el combate contra el mal.
Úrsula Giuliani nació el 27 de diciembre de 1660 en Mercatello sul Metauro, en la región de Las Marcas, como séptima hija de Francesco Giuliani y Benedetta Mancini. Tras la muerte de su madre, se trasladó a Piacenza, donde su padre había encontrado trabajo. Tres años más tarde regresó a Sant’Angelo in Vado, acogida por un tío paterno. A los diecisiete años, en 1677, logró finalmente vencer las últimas resistencias de su padre y entró en el monasterio de las Clarisas Capuchinas, donde tomó el nombre de Verónica.
Un año después de su ingreso en el monasterio, Verónica profesó los votos solemnes, iniciando así un camino espiritual que la llevaría a configurarse cada vez más con Cristo. Recorrió este camino con muchas penitencias, intensos sufrimientos y experiencias místicas vinculadas a la Pasión de Jesús, como la coronación de espinas, el matrimonio místico con Cristo, la herida en el corazón y los estigmas.
Pasaba las noches sumida en la oración por la conversión de los pecadores. El Crucificado, ante quien oraba, cobró vida y la abrazó, tal como ella misma narra en su Diario: «Esposa mía –me susurra Cristo crucificado–, me agradan las penitencias que haces por quienes están en desgracia ante mí… Luego, desclavando un brazo de la cruz, me hizo señas de acercarme a su costado… Y me encontré entre los brazos de Cristo crucificado. Lo que experimenté en ese momento no puedo expresarlo: habría querido permanecer para siempre en su sacratísimo costado».
Vivía en profunda unión con Jesús, quien le hablaba con frecuencia a través de signos particulares y mediante la liturgia diaria, los salmos, la oración, los sacramentos, especialmente la Confesión y la Eucaristía, que deseaba intensamente, aunque en aquella época no podía recibirla todos los días.
En el Diario se perfila su unión con Jesús, su entrega total, hasta el punto de convertirse en misionera y mediadora, es decir, puente entre Dios y los hombres. Aunque vivía en clausura, estaba cercana al dolor y a las necesidades del mundo, y se ofrecía espiritualmente para ayudar a los que sufrían. Su corazón, aun dentro del monasterio, permanecía abierto a toda la humanidad, con la misma misericordia de Dios.
En 1716, a los 56 años, fue nombrada abadesa del monasterio de Città di Castello y permaneció en este cargo hasta su muerte, ocurrida en 1727, tras treinta y tres días de larga agonía. A pesar del dolor, Verónica murió con el corazón lleno de gozo. Sus últimas palabras fueron: «¡He encontrado el Amor, el Amor se ha dejado ver! Esta es la causa de mi padecer. ¡Decídselo a todas, decídselo a todas!». Era el 9 de julio de 1727. Tenía 67 años, de los cuales 50 los vivió en el monasterio. Fue proclamada santa el 26 de mayo de 1839 por Gregorio XVI.
